Carlos Pinto

Había una vez un dibujo

En estas columnas que inicio en Dopler quisiera transmitir las vivencias de mi trayectoria en el dibujo y la ilustración profesional. Algunas serán reflejo de anécdotas laborales que pintarán una época o propiciarán un conjunto de reflexiones sobre la actividad.

En mi caso comencé a dibujar desde edad muy temprana. Ya a los 5 años tengo recuerdo de garabatear junto a un amigo que finalmente resultó ser ilustrador profesional : Marito (Almaraz). En una infancia donde no predominaban los juguetes electrónicos, ni las tablets ni la computadora, eran otros los juegos infantiles. Garabateábamos la hora de la merienda acompañados a lo sumo por una tele donde se transmitía “El zorro” en blanco y negro. Dibujar era uno de nuestros juegos preferidos.

También lo hacía cuando mi madre o mi abuela me llevaban de visita a alguna tía. Me daban unos lápices y papeles. Con eso escapaba al tedio y me entretenía durante horas.

Construía un mundo. Aprendí en esos tiempos de la representación del espacio, las formas, la narrativa visual, y la dimensión temporal del relato gráfico, ya que una de las cosas que dibujaba eran comics.

En el secundario no tuve una formación en artes. Para la mentalidad de clase media de mis padres, era aconsejable seguir en el Colegio Industrial, donde tenía al menos dibujo técnico, y un título con mayores posibilidades para insertarme laboralmente al graduarme.

Descubrí el dibujo técnico. Aunque no era un lenguaje que conllevaba gran vuelo artístico,  era un desafío que me gustaba. Empecé muy mal, derramando el primer día de clases tinta china en el tablero nuevo. Hacía láminas muy desprolijas así obtuve en ese inicio del secundario mi primer y único aplazo. Un hermoso 3. Un rojo en el boletín.

El profesor de dibujo técnico era un personaje particular. Era médico. Se llamaba Mario Eduardo Manzolido y estacionaba un Dodge Polara amarillo con techo vinílico en la vereda de la escuela. Bajaba del majestuoso rodado trajeado y con anteojos Rayban de sol.  Era un Marcello Mastroianni de Avellaneda. Su porte infundía tanto respeto como misterio.

Era riguroso. Las láminas eran extremadamente difíciles para nosotros. Las impostergables fechas de entrega se validaban con sellos  que sacaba de su ominoso maletín. El deseado sello en color azul declaraba el estado de “aprobado”. Otro ello imprimía el “desaprobado” y sin más discusión decretaba en tinta roja el rechazo de la lámina.

Era exigente pero no autoritario. Si alguien estaba medio dormido podía tirar en broma un tizazo a en la cabeza a alguno de nosotros,  o soltar un borrador a la volea para hacer ruido sobre la mesa y despabilar los distraídos. No lo percibíamos como algo agresivo. Lo sentíamos humano, cómplice, logrando una rara mezcla de rigor y humor.

Dibujaba increíblemente en el pizarrón. Sin instrumentos podía hacer un círculo perfecto de un solo trazo. Hacía líneas en ángulo  y luego nos ofrecía un gran transportador de madera (de esos que se pedían en la biblioteca) para medirlo. Eran 45 ° clavados o 90 °. Sonreía socarronamente al comprobarlo y ver nuestro asombro.

Luego inventaba piezas que dibujaba con tizas de colores e inigualable perfección en el pizarrón. Les ponía antojadizos nombres técnicos que improvisaba, como “Brida de doble función”, por ejemplo. De haber existido en ésa época celulares con cámara, todos habríamos fotografiado sus creaciones.

Lo veíamos dibujar con placer haciendo alarde de su impecable manejo de la representación en perspectiva, con óvalos que ejecutaba de un solo movimiento. Jugaba con el dibujo y nos transmitía ese placer. Nos hacía sentir que jugar no era sólo algo para niños.

La psicología señala el juego como actividad constructora del psiquismo y del potencial cognitivo e intelectual. Dibujando se descubre el mundo, ejercitando el intelecto y las emociones. Favorece la concentración, la disciplina, la armonía interior y el conocimiento de lo que nos rodea. Según Betty Edwards desarrolla la creatividad, el lenguaje visual, y el pensamiento no verbal del hemisferio derecho del cerebro, a menudo sometido a la dictadura de la razón del hemisferio izquierdo, en una cultura donde predominan los estereotipos, la racionalidad y el pragmatismo.

Es un contrasentido en una cultura de predominio visual, que si un niño escribe mal o le va mal en matemáticas en la escuela es un problema grave, motivo de consultas a psicopedagogos y psicólogos. Si dibuja mal a nadie preocupa.

Dibujar es una manera de aprehender el mundo a través de la simbolización. Se puede exteriorizar un pasado, un presente o imaginar un  futuro a través del dibujo. Si uno se pone a pensar, todo lo que ha diseñado el hombre, antes fue dibujo. Un auto, una jarra, una silla, antes tuvo que ser proyectado y volcado en trazos que describan formas, medidas, volúmenes, apariencia.

Sin embargo se ha ido perdiendo la importancia del dibujo. Han cambiado las formas de jugar. Ha cambiado la cultura y la enseñanza. Se ha perdido en alguna medida la valoración de ese juego/disciplina,  que desde un enfoque profesional aporta tanto aporta a distintas actividades de la producción y las industrias culturales. En ésta apasionante era digital los entretenimientos y juegos que se nos brindan están ya preformateados por la industria. Las plataformas lúdicas y sus discursos son poderosos, inmersivos y atrapantes. Nos inundan, nos desbordan y nos divierten.

No quiero caer en el lugar común que dice que “todo tiempo pasado fue mejor”, pero tal vez queda poco tiempo para jugar a captar contornos, volúmenes, formas , caracteres .

Y el alma de lo que nos rodea.

 

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